miércoles, 29 de agosto de 2012

Inteligencia emocional


En función de las decisiones que toma cada uno en cuanto al modo y la dirección en que encamina su vida, adopta unos principios, a menudo marcados con anterioridad prematuramente, que te permiten dirigirte y enfrentarte a determinados sucesos con una mirada (mal)educada. En mi caso, el estatus de filóloga en ocasiones pesa un poco –aunque continúo manteniendo mi opinión intransigente sobre Hollywood y sus superproducciones previsibles y decepcionantes– a la hora de escoger el libro para leer en esos momentos de verano en los que puedes permitirte leer aquello que realmente te apetece, con ello me refiero, por ejemplo, a los mal denominados libros de autoayuda.

Si nos proponemos leerlos desde la posición –en ocasiones altanera– filológica, las posibilidades de encontrar ficción apasionante con un alto contenido intelectual son considerablemente reducidas. Si, por el contrario, nos dirigimos a su lectura mediante una mirada puramente humana y completamente desconocida, sin prejuicios, quizá nuestra opinión cambie.

Hay momentos en la vida en que tras una larga tempestad por fin llega el momento de calma, de releer todo aquello que has estado escribiendo en tus páginas; pensar, intentar corregir, aunque sin éxito, y reflexionar acerca de lo que han sido tus grandes qué.  En ocasiones, este proceso, que siempre llega en los momentos más inesperados cuando, aparentemente, no ocurre nada, resulta ser duro y denso hasta llegar a comportar situaciones en las que no ves escapatoria, ni contestación, ni lógica, en las que, simplemente, estás perdido y necesitas ayuda externa para continuar hacia adelante.

Los primeros pasos son duros, desconcertantes, tan siquiera parece que los da uno mismo, aunque así sea, al estar rodeado de todas aquellas personas que te tienden la mano para ayudarte a salir de tu pequeño pocito. Tras los primeros pasos, y dándole la bienvenida a la calma y la tranquilidad, comienza la larga tarea de remontar, de volver a retomar el camino, aunque las cosas no sean igual, bien por la mirada con la que las contemplas, bien porque, en definitiva, todo ha cambiado. A menudo llega el momento de reeducar algunas costumbres mediante las que te guiaste hasta el momento, aprender a desaprender, como señala el conocido anuncio, y comienzas a buscar respuestas en métodos más humanos, aunque chocantes para mentes puramente científicas (de la que, todavía, me resisto a deshacerme), que te enseñan que el dolor y los procesos de duelo hay que vivirlos plenamente, que te mereces quedarte un día entero en la cama rodeada de libros y fechas de exámenes venideras mientras, simplemente, escuchas músicas, lees un libro o miras encandilada tus lindas uñas de los pies, que puedes comer tanto chocolate como se te antoje sin preocuparte por lo que ocurrirá porque incluso los antojos nocivos acaban desapareciendo al acabar una etapa concreta del mes.

 De repente, todas aquellas estrictas normas bajo las que te habías regido se convierten en el peor de los yugos, la crudeza con la que juzgas a la gente se convierte en la peor de tus limitaciones al convertirte en esclava de tus propios juicios. La vida es mucho más fácil que todo eso. Nunca pensé llegar a afirmar que, en caso de desánimo, depílate, ponte lencería fina con un vestidito encima, píntate las uñas y los labios de color rosa furcia y sal a la calle con unos lindos zapatos. Al fin y al cabo, el mundo se ve diferente desde unos buenos tacones.